Por Rosa Escoto
Vivimos en una era en la que el poder de un micrófono o una cuenta en redes sociales puede levantar o destruir una vida. La libertad de expresión, consagrada en nuestra Constitución en el artículo 49 y reglamentada por la Ley 6132 sobre Expresión y Difusión del Pensamiento, es un derecho sagrado. Sin embargo, ese mismo derecho está siendo distorsionado, prostituido por quienes lo usan para chantajear, difamar y extorsionar.
No podemos seguir tolerando que se escuden en el principio de la libre expresión para promover el odio, destruir reputaciones y hurgar en la intimidad de los demás con fines sensacionalistas o extorsivos. La libertad de expresión no es un cheque en blanco. Ningún derecho está por encima de otro, y mucho menos por encima de la ley. Existe también el derecho a la intimidad, al honor y a la propia imagen, igualmente consagrados por nuestra Constitución.
Cuando el irrespeto y la falta de objetividad se apoderan de los medios, cuando se pierde la coherencia entre lo que se dice y el impacto que genera, la sociedad entera se empobrece. Más grave aún: hemos dejado de usar la palabra para orientar, informar y construir ciudadanía. Ahora muchos solo persiguen “hacerse virales”, sin importar a quién arrastren en el proceso.
Es lamentable que exista un público que consuma y celebre este tipo de contenidos, porque detrás de cada “like” a un video difamatorio hay una vida afectada, una familia herida, una reputación arruinada sin posibilidad de defensa justa.
No se trata de censurar. Se trata de establecer límites claros entre la libertad y el libertinaje. Se trata de recordar que el derecho a expresarse no incluye el derecho a mentir, manipular, ni extorsionar. La democracia se debilita cuando se trivializa el daño que las palabras pueden causar.
Estoy y estaré siempre de acuerdo con la libertad de expresión. Pero también creo firmemente que debe haber consecuencias para quienes usan ese derecho como argumento para cercenar la moral ajena, alimentar el morbo y fomentar el odio.
Es tiempo de que como sociedad pongamos un alto. Recuperemos el verdadero valor de la palabra: para construir, no para destruir.