Por Rosa Escoto
En un tiempo donde la inmediatez y el sensacionalismo parecen dictar la pauta de la comunicación, es urgente reflexionar sobre cómo se están narrando las historias de niños, niñas y adolescentes (NNA) que viven en condiciones de vulnerabilidad.
Cada vez con más frecuencia, vemos reportajes que exponen el dolor infantil sin el más mínimo filtro ético. Se utilizan imágenes sin consentimiento, se revelan rostros, nombres y circunstancias privadas, sin considerar las consecuencias para los propios niños, niñas y adolescentes. Se cuenta su historia desde la lástima o el escándalo, sin enfoque de derechos, sin preservar su dignidad, y muchas veces sin contexto.
Cuando el propósito principal es generar vistas, likes o impacto mediático, la niñez deja de ser protagonista de su historia para convertirse en un recurso emocional que se consume y se olvida. Y eso no solo daña, también perpetúa estigmas.
Detrás de cada niño, niña y adolescente en situación de calle, abandono o riesgo, hay causas profundas: pobreza, violencia, migración forzada, falta de oportunidades, y también, entornos familiares frágiles o ausentes. No siempre hay culpables claros, pero sí responsabilidades compartidas. La familia, la sociedad y los entornos inmediatos tienen un rol vital en la protección de la niñez. Cuando ese tejido se rompe o no ofrece apoyo, los niños y niñas quedan expuestos a múltiples formas de vulneración.
En ese escenario, el papel de los medios no puede ser el de señalar ni explotar, sino el de informar con respeto, generar conciencia y contribuir a construir soluciones. La Convención sobre los Derechos del Niño, la Ley 136-03 y los principios de un periodismo ético coinciden en algo esencial: toda niña y todo niño merece protección, incluso y especialmente cuando se cuenta su historia.
Contar sin dañar no es una opción. Es una obligación. Porque la niñez no es contenido ni mercancía para mover emociones: es presente y es futuro. Y merece respeto, también en el relato.