Por Rosa Escoto
Esta semana, tres niños de apenas dos años perdieron la vida de forma brutal: uno a manos de su propia madre, los otros dos, víctimas de quienes debían protegerlos, una madrastra y un padrastro. Tres tragedias. Tres vidas inocentes apagadas por la violencia. ¿Qué nos está pasando como sociedad?
La pregunta duele. Y nos confronta. Porque más allá del espanto inicial, de los titulares fugaces y de los comentarios en redes sociales, hay una verdad desgarradora: nos estamos deshumanizando. Estamos dejando de sentir, de actuar, de proteger. Estamos normalizando lo inaceptable.
¿Cuáles fueron las señales que no vimos? ¿Qué fue lo que callamos? ¿Cómo es posible que un entorno lleno de adultos haya ignorado el sufrimiento de un niño de dos años?
Nos estamos acostumbrando a ver madres con evidentes signos de depresión, con crisis psicológicas no atendidas, y decidimos mirar para otro lado. Nos enteramos de gritos, de golpes, de señales que gritan auxilio, pero preferimos no involucrarnos. Y cuando ocurre la tragedia, todos “sabían algo”, pero nadie hizo nada.
Nos estamos fallando. Como comunidad. Como vecinos. Como instituciones. Como humanidad.
Los niños, niñas y adolescentes no pueden seguir siendo las víctimas silenciosas de nuestra indiferencia. Su protección no puede depender del azar. El entorno familiar, que debería ser su refugio más seguro, se está convirtiendo en un campo de batalla donde pierden la vida.
Este artículo no pretende solo conmover. Pretende despertar. Porque detrás de cada tragedia hay una cadena de omisiones que pudieron evitarse. Y mientras sigamos callando, el próximo niño ya está en riesgo.
Es momento de actuar. De romper el silencio. De denunciar, de intervenir, de proteger. Porque un solo niño violentado ya es demasiado. Y tres en una semana es una alarma nacional.
¿Dónde estamos cuando matan a un niño?
Que esta pregunta nos persiga. Y que nuestra respuesta sea la acción.